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África un viaje al pasado

Por: David Roll

Una de las más poderosas razones para recorrer el mundo es que de momento es prácticamente la única manera de viajar en el tiempo. Hay lugares como Yemen, donde las mil y una noches se vuelven realidad, o como Birmania, en el que uno piensa que en cualquier momento se va a encontrar con Buda. Pero es el Continente africano la auténtica máquina del tiempo, donde este se ha detenido hace siglos y en algunos lugares milenios.

Eso sí, es el gran reto para el viajero por sus múltiples problemas: hay guerras en muchas partes que lo hacen no visitable por épocas, el peligro de caer enfermo de dolencias con riesgo de mortalidad no es una exageración, los transportes son difíciles y a veces inseguros, y no es siempre barato como algunos piensan. Por eso hay que aproximarse al África con mucho respeto, paciencia y precaución.

Además hay que leer muy bien la situación política y de seguridad, pues donde acaban las guerras puede irse luego de un tiempo, pero otros lugares se vuelven peligrosos de un mes para otro (por ejemplo Timbuktu, el destino sugerido en este artículo ahora no recomendable por seguridad).

Mi principal consejo es empezar por Marruecos, pues muchos turistas colombianos van a Europa y siguen hacia Israel, ignorando uno de los países más accesibles, exóticos y baratos del mundo, al que se puede llegar desde España fácilmente por barco, o en vuelos de bajo costo con tarifas desde 10 dólares.

Si usted quiere saber cómo fue el hábitat de Jesucristo, no tiene que ir a Jerusalén, más bien piérdase un día por el bazar de Fez o visite los curtidores de pieles en Marrakech, por hablar sólo de dos de los atractivos imperdibles de este país en el que los colombianos nos sentimos más en casa, que en Europa.

De este norte de África, predominantemente árabe, musulmán y blanco, conocido como el Magreb (por donde se pone el sol), merece la pena, además de Egipto, conocer Túnez, por sus casas subterráneas y los dátiles o “dedos de luz” que uno mismo puede tomar de las palmeras, montado en un camello atravesando un oasis.

Una vez entrado en confianza con África por el fácil norte, ya sería hora de adentrarse en la llamada África subsahariana, tan variada e imposible de resumir como si fueran diez Latinoaméricas, pero en la que predominan la raza negra, las selvas, los desiertos, la pobreza, los parques naturales y los rincones más extraños, sugestivos y difíciles de describir del planeta tierra.

Aquí hay tres opciones principales: el sur, el oriente y el occidente, porque el centro en general es un reto para aventureros al que por lo menos yo aún no me atrevo. En el sur hay que empezar por Sudáfrica, que como dijo Desmond Tutu en la inauguración del Mundial de fútbol, era la fea oruga del aparthaid o discriminación contra la mayoría negra, y se ha convertido en la bella mariposa del encuentro de las razas, por lo que merece la pena visitar el barrio de Soweto en Johannesburgo, donde comenzó esta revolución.

Aparte del conocido Parque Kruger para quienes ir a África sin ver animales es no haber ido, Ciudad del Cabo es imperdible, por su moderno y turístico puerto y sus playas aledañas; pero vale la pena también recorrer viñedos y granjas de avestruces en los alrededores de ambas ciudades.
En el sur de África casi todo el mundo se va a ver las Cataratas de Victoria entre Zambia y Zimbabue, pero pocos se adentran en la desconocida Namibia, cuyo parque natural de Etosha tiene una fauna muy particular en medio del desierto y porque tiene decenas de lagunas, algunas naturales, y otras alimentadas artificialmente por pozos.

Justamente para quienes somos fanáticos de los desiertos, hay que alquilar una cuatro por cuatro y llegar como sea a las dunas más hermosas de la tierra en el desierto de Sossusvlei. En el camino encontrará en medio de la nada una granja hotel de los descendientes de los alemanes que colonizaron la zona, con bañera llena - no sé como en esa sequedad -, y desayuno con huevos de avestruz y té inglés.

África oriental es también relativamente fácil para un segundo o tercer viaje al continente africano. No he ido a Uganda, pero tengo amigos que visitaron gorilas en esa zona y se sintieron como en la película de “Gorilas en la Niebla” Pero es sobre todo Kenia, por sus safaris y encuentros con los Masái, la más accesible y visitable del oriente africano, aunque Nairobi, al igual que Johannesburgo, no es una capital para deambular por ahí descuidado. Tanzania es también muy turística, pero si quiere buscar el exotismo, el destino es Etiopía, con su comida picante para comer con   derecha, su raza absolutamente bella y sus increíbles iglesias subterráneas cristianas anteriores al catolicismo.

La joya de la corona:

África Francesa

Para mí el África occidental es la tercera o cuarta etapa luego de las anteriores, porque representa cierta incomodidad, dificultad y peligro. Lo mejor es empezar por Senegal que, al estar en la costa, logró convertirse en un auténtico territorio de ultramar francés, como su Hotel de Ville característico con un cierto aire parisino, por lo cual tiene muchas comodidades occidentales sin perder su aire africano.

Hay dos sitios que deben visitarse, siendo el más cercano el antiguo mercado de esclavos por su historia y paraje marino. Pero sobre todo no puede perderse el monasterio benedictino de Keur Moussa, donde podrá deleitarse con los cantos gregorianos de las cinco oraciones diarias.

Y la esmeralda dentro de esta joya occidental africana es definitivamente Malí, un país poco conocido o mencionado en revistas y películas de viajes, a pesar de ser en mi concepto uno de los cinco países a visitar más atractivos del mundo. Pero la experiencia única es encontrarse con la gran Mezquita de Djenné, una hermosísima y gigante construcción reconstruida solo con tierra y palos, siglo tras siglo, a la que con seguridad Gaudí le tomó “prestado” su propuesta de arquitectura curvilínea.

Y lo mejor de lo mejor, pero más difícil, sobre todo ahora que hay serios problemas políticos y fundamentalismo armado, es Timbuktu. Pasé varios días en la capital del país, Bamako, yendo al supuesto aeropuerto de donde salen las avionetas para Timbuktu y no vi nunca a nadie, salvo al dueño de unas gallinas que me reía cuando me veía y yo le preguntaba cuándo llegaría el avión de Air Mali. Él me contestaba siempre riendo: ¿Air Maybe? y se iba corriendo como un loquito tras las gallinas. Entendí por qué esa ciudad, en medio de la nada, se convirtió en el principal reto de los viajeros europeos más osados, pues se creía que era una leyenda como El Dorado, ya que las más preciosas joyas de oro que llegaban a Europa eran de Timbuktu y nadie sabía dónde quedaba porque la tuvieron oculta por siglos.

El emperador Mansa Musa que la hizo rica en el siglo XIV tenía tanto oro recibido a cambio de sus inagotables reservas de sal, que cuando fue a hacer la peregrinación a la Meca y pasó por Egipto, el oro se devaluó en la zona por más de tres décadas por la menuda de bolsillo que llevó para el viaje: cien camellos cargados de oro.

Luego vino el imperio Songhay con su Universidad musulmana de Sankore y sus 180 madrasas para enseñar el Corán y se volvió la ciudad un centro mundial de estudios islámicos. La decadencia vino con el dominio marroquí primero y el francés después, pero Timbuktu permaneció en el desierto al lado del río Níger como un vestigio del pasado, con sus mezquitas resistiendo el tiempo y el polvo, a la espera de que nosotros vayamos a visitarla antes de desaparecer con todo ese maravilloso pasado de riqueza y culto religioso académico.

No puedo decir cómo logré al fin llegar, pero sí que gracias a unos médicos cubanos pude ver toda la ciudad en paz porque me espantaban a los acosadores de viajeros, unos tuareg que ya no son nómadas sino oportunistas. Los llamaban jineteros y me los quitaron de encima con la amenaza de no atender a sus múltiples esposas siempre embarazadas. Hasta me llevaron en moto al río Níger para tomar un baño alucinante en medio del desierto, y les pagué con una sencilla cena que pude conseguir, y el fabuloso libro “Cita en Timbuktu” con el que se animaron mucho porque pensaban estar en el fin del mundo y no en un lugar clave en la historia de la humanidad.

Otros países del África occidental que recomiendo, pero la dificultad no es poca para moverse, son definitivamente Burkina Faso y Costa de Marfil, aunque hay muchos otros en el área con infinidad de atractivos, como Ghana, Togo, Benín y Níger.

Todo esto es África, la máquina del tiempo, a la que deberé volver una y otra vez, con ilusión y con temor a la vez, porque, créalo usted o no, aún me faltan 42 países por conocer de ese continente.

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