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Galápagos Regreso al paraíso

¡Galápagos!, sueño de todos los ciudadanos del planeta que aman la Tierra y su palpitante e ígneo latir. Frente a las Pirámides de Egipto oí la más bella reflexión sobre el tiempo y su demoledora acción sobre hombres y civilizaciones: “El hombre teme al tiempo y el tiempo teme a las pirámides”.

Este sibilino pensamiento se colaba insistente en mi cerebro recorriendo las Islas Encantadas, como se las ha llamado. Mirando las gigantescas tortugas, tan lentas en su andar como el tiempo en su demoledor discurrir, yo me decía: El hombre teme al tiempo pero el tiempo se detiene ante las islas Galápagos y se codea con ellas.

El Nemo II, bello nombre que recuerda a Julio Verne, sería mi palacio flotante durante 8 días. Y digo palacio, pues el catamarán velero, de bella estampa, ofrece todas las comodidades para 10 personas y sobre todo la intimidad y el silencio que deben rodear toda aventura memorable que se emprenda en la naturaleza.

Habíamos aterrizado en la isla Baltra. El velero nos llevó inmediatamente a la isla Seymour Norte que mide apenas 2 kilómetros cuadrados. La vuelta total a pie nos puso en contacto directo con las grandes iguanas terrestres, de color amarillo ocre, que no se inmutaban al vernos pasar.

En los árboles, todos de escasa altura, echados en sus nidos nos miraban impávidos los piqueros de patas azules y las fragatas. Podríamos haberlos tocado. Los machos de las fragatas hacían alarde de su belleza inflando una membrana roja que tienen bajo el pico y con la cual “enamoran” a las hembras. De isla en isla, recorriéndolas a pie de día y navegando por las noches, el programa que nos ofreció el Nemo fue completo.

El archipiélago se encuentra a 970 kilómetros de la costa del Ecuador, país que lo anexionó en 1832. Tres años después, allí atracó y permaneció anclado cinco semanas el Beagle, capitaneado por Fitz Roy. Un joven naturalista bajó a tierra y recorrió algunas islas durante dos semanas, que serían claves en la ciencia universal y que ayudarían a resolver el acuciante enigma de dónde venimos los humanos, los de dos pies o “patas”. El joven se llamaba Charles Darwin y lo visto allí, añadido a posteriores investigaciones, lo llevó a formular su brillante teoría de la Evolución de las especies, la selección natural y la supervivencia de los más fuertes. Desde entonces él y estas islas, este archipiélago y él, entraron por la puerta grande, la más grande de todas, de la ciencia universal y allí permanecen. Por ello visitar Galápagos, es imperativo, no sólo de los científicos, sino de todos los que descendemos del mono, de los monos.

La isla Santa Cruz posee la ciudad más grande del archipiélago. Se llama Ayora. Allí visitamos el Centro Darwin, donde procrean iguanas y tortugas. El año pasado murió “El solitario George” y la noticia, como todo lo de Galápagos, fue llevada por los teletipos a todos los rincones del planeta. Vimos a la compañera de George y nos dijeron que se mantiene triste desde que murió su macho. George era la tortuga centenaria más vieja del planeta y única en su especie.

Nos adentramos en la isla hasta el Rancho Manzanillo. Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando una enorme tortuga se encontraba dormida en plena carretera. Al recorrer el Rancho, más y más gigantes “galápagas” se cruzaban en el camino. Se les llama así porque su caparazón parece la silla de montar de las cabalgaduras.

En el mercado de pescado de Ayora los pelícanos y los leones marinos se mezclan entre los vendedores y compradores buscando que les den su ración de pescado. Un espectáculo divertido.De isla en isla íbamos de asombro en asombro. El archipiélago es de origen volcánico y se encuentra todavía en formación. Así lo atestiguan algunos volcanes que están activos.

Isabela es la isla mayor, con 4.500 kilómetros cuadrados y posee cinco volcanes: Darwin, Cerro Azul, Alcedo, Sierra Nevada y Wolf, este último con 1.700 metros es la mayor altura del archipiélago.

Hicimos tres descensos a tierra en Isabela: en Punta Arenas caminamos sobre un mar de lava para visitar la laguna de Los Flamencos; en bahía Urbina vimos muchas tortugas gigantes en sus nidos y en las paredes rocosas de Punta Tangus, fuimos testigos de cómo los marinos de todas las épocas han ido dejando su recuerdo en forma de graffitis - el más antiguo, perfectamente visible, data de 1836-. En época de corsarios, estos bandidos tomaban las islas como escampadero de sus fechorías y mataron miles de tortugas para aprovechar su carne. Así acabaron con algunas especies.

Un estrecho (sustantivo), muy estrecho (adjetivo calificativo) separa a la Isabela de isla Fernandina. Llegamos a Punta Espinosa, donde nuestra emoción llegó a cotas orgiásticas. Centenares, no señor, miles de iguanas marinas, de color negro y algunos visos de rojo y amarillo ocres, reciben el sol y se confunden a veces con las rocas.

“Cuidado con pisarlas” dice el guía. La observación es más que pertinente por la cantidad de reptiles. En todas las islas abundan los cangrejos de vivo color rojo; incluso son menos asustadizos que sus congéneres de otras latitudes. Aquí en las Islas Encantadas, los animales no temen al hombre.

Amanecimos en otra isla llamada Santiago. Visitamos Puerto Egas y Punta Escamillas. Apartado de mis compañeros encontré “perchado” en un árbol de mangle el famoso Gavilán de Galápagos, el ave rapaz insignia de las islas. Me le acerqué con cariño y con cautela y se dejó tocar. Llamé a los compañeros que hicieron lo propio. Otra vez solo, mientras hacía una fotografía en la playa, otro gavilán con la pata anillada voló hasta mí y comenzó a curiosear mi morral dejado en el suelo. Esto ya era el colmo de la felicidad y de “la confiancita”. También lo acaricié. En las islas está prohibido tocar los animales… pero no parece estar prohibido que los animales me toquen a mí. Yo no tengo la (dichosa) culpa.

Otra noche de navegación y llegamos a la Isla Rábida. En sus playas tuvimos el encuentro más emocionante con los leones marinos. Los habíamos visto en otras islas, pero aquí la cercanía y la confiancita fueron mayores. La hermosa, brillante y leonada piel, la estructura que yo diría aerodinámica de sus cuerpos, el amor de las madres con sus crías, todo los hace supremamente hermosos. Una hembra tenía tal cantidad de leche que se le regaba por el cuerpo mientras la cría mamaba.

Regresamos a la isla Santiago y, anclado Nemo en la Bahía Sullivan, saltamos a tierra y recorrimos el mar de lava petrificada más hermoso y espectacular que mis ojos hayan visto sobre la superficie del planeta. Y, viajero empedernido como soy, he subido centenares de volcanes en todas las latitudes. La lava, al solidificarse, se ha deleitado dejando plasmadas figuras de todas las formas posibles e imaginables.

En la isla Genovesa encontramos el bello piquero de patas rojas - ya habíamos visto el de patas azules en otra isla-. Parece que llegamos a la hora del almuerzo pues encontramos muchas aves alimentando a sus crías. Uno alcanza a sentir un pequeño nudo en la garganta cuando ve a la madre introduciendo su pico en el pico abierto de la cría y haciendo fuerza para devolver lo pescado en el mar. La cría agita las peladas alas mientras recibe el alimento.

Al regresar a Nemo II en la barca “zodiac”, vimos a dos mantarrayas copulando en el mar. Las aguas se agitaban mientras las enormes mantas se entregaban a sus devaneos amorosos. Este fue nuestro último encuentro “cara a cara” con la fauna prodigiosa de las Islas Encantadas.Una comida memorable en el Nemo II marcó la despedida de este paraíso que nos hermana directamente con el otro, el original, del que salimos expulsados hace millones de años.

Para saber más:[email protected]

Por: Andrés Hurtado García.

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