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Titicaca

El lago de las islas flotantes

Los que amamos los grandes espacios abiertos en los que el alma copula con los misterios de la inmensidad del cosmos, tenemos una libreta secreta, escondida allá en el último repliegue del corazón y en ella apuntamos los lugares que fueron referencia en nuestra vida o que lo serán. ¿Hablando de lagos? Sí, en la Alta Engadina de Suiza, a la orilla del lago de Sils María, solía sentarse en una piedra Federico y allí contemplando los filudos picos que enmarcan el valle, fue concibiendo sus teorías que hoy nos enloquecen a los soñadores. También yo me senté reverente en la llamada “Piedra del Eterno Retorno” y mi mente se enardecía recordando las sibilinas palabras del filósofo. Hablo de Nietzsche, naturalmente. En la historia son contados con los dedos los Federicos, Chopin y Engels entre otros.
 
“Bendito sea lo que endurece. Este endurecimiento es bueno para los que escalan montañas”, martillaba en mis oídos el profeta. Y seguía implacable: “Necesario es llegar a convertirse en océano para recibir una corriente impura sin mancharse”.

De igual manera que el nombre de este lago, se leen en mi libreta nombres de montañas, selvas, bosques, páramos, desiertos, playas lejanas y solitarias, islas, volcanes…


Ahora nos dirigíamos al Titicaca. Me acompañan Wilfredo Garzón y Mauricio Soler, amigos de muchas expediciones por el mundo. El Titicaca es el lago navegable situado a mayor altura sobre el nivel del mar en el planeta y es compartido por dos países. Su extensión es de 8.560 kilómetros cuadrados, se encuentra a 3.800 metros sobre el nivel del mar, el 56% pertenece a Perú y el 44% restante a Bolivia. Así, este país andino, que no posee salida al mar, tiene, al menos en el Titicaca, un bellísimo mar interior. Del Titicaca ya sabíamos desde niños cuando la palabra nos producía inocentes malicias.

Llegamos a Puno, ciudad peruana costera ubicada al norte del lago, con magnífico panorama hacia el Titicaca y las montañas circundantes. El hotel se llama Sonesta Posada del Inca. Otros de la misma cadena, magníficamente ubicados para el más bello y espectacular turismo, son los similares de Arequipa, Lima, Cuzco, Yucay Valle Sagrado de Riobamba y Cañón del Colca; todos en Perú.

Partimos temprano al día siguiente. El día está despejado y las aguas reflejan nítidamente el azul profundo. Viajamos en silencio inmersos en nuestras reflexiones, emociones y nostalgias. ¿Qué secreta convivencia existe entre el hombre y el agua? ¿Será porque los nueve primeros meses de nuestra vida los vivimos en el cálido mar interno de nuestra madre? Porque la verdad es que la contemplación del agua, en todas sus manifestaciones emboba al hombre: lluvia, hielo, nieve, ríos, riachuelos, lagunas, mares. Y son los lagos, solitarios, encumbrados, silenciosos, rodeados de bosques y montañas, los que más atraen la atención del hombre contemplativo. El Titicaca tiene 1.125 kilómetros de costas, siendo las playas de Juli en Perú y Copacabana en Bolivia las más hermosas y solicitadas.

Llegamos a las famosas islas flotantes. Están construidas con totora, un junco amarillo y resistente que alcanza hasta tres metros de altura. Los científicos dicen que pertenecen a la familia de las ciperáceas y uno de sus nombres científicos es “Scirpus californicus”. En cada isla los hombres, las mujeres y los niños, se alinean de pie saludando y mirando a los turistas. (En nuestro caso… somos viajeros.) Cada isla tiene su nombre en una valla y la palabra bienvenidos. Pienso que los guías y pilotos de las lanchas llevan a los turistas a una isla determinada de antemano de modo que todas reciban visitantes. Como soy pícaro al ver a las mujeres ataviadas con sus trajes vistosos y bien arregladas no puedo dejar de pensar en las sirenas que atraían a Ulises a tierra firme. Desecho, desde luego, la peregrina, irrespetuosa y estúpida idea.

Desembarcamos en la isla elegida y sus habitantes puestos en fila nos van dando la mano al pasar. Sentados en un círculo, uno de los uros nos explica de manera gráfica su historia y leyendas y nos ofrece al final artesanías, que obviamente compramos. El idioma de los uros es el aymará. Vemos a los lindos niños comer tallos de totora, porque son comestibles y subimos a la torre, hecha también de totora, de unos 5 metros de altura, para desde allí mirar las otras islas y tomar fotos.

Antes de abandonar las islas flotantes nos permiten navegar en sus barcas de totora. Son muy hermosas y algunas tienen elegantes mascarones de proa con figuras de animales.

Al continuar el viaje no podemos reprimir un mal pensamiento: los uros están ahora totalmente volcados hacia el turismo, con lo cual están perdiendo sus valores tradicionales. Ello nos duele pues amamos la simplicidad y la pureza de las culturas tradicionales.

Para los incas Titicaca es un lugar sagrado, el origen de su etnia y cultura, pues de allí surgieron Manco Capac y Mama Ocllo para fundar el imperio. Seguimos nuestro viaje en las lanchas de aluminio adentrándonos más en el lago, con destino a la isla de Taquile. Desde la distancia la vemos como una esmeralda, verdeoscura, en medio del inmenso lago azul. Las costas de la isla son escarpadas y una larga escalera en tierra y piedra lleva a la cima donde se encuentra el poblado a 140 metros sobre el lago. Taquile tiene una extensión de 5,72 kilómetros cuadrados. Los varones son los encargados de tejer y su arte textil ha sido declarado por la Unesco como “obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad”. El gorro diferencia a los casados de los solteros. La forma y el color del chullo (gorro) indican si el hombre está buscando pareja. Los solteros usan gorro rojo y blanco, y los casados, rojo. En una fiesta que se celebra una vez al año los hombres casados exhiben colgados de la cintura los bolsos que las mujeres les han regalado. Es motivo de orgullo llevar muchos bolsos. El que lleva pocos o no lleva es porque su esposa o es perezosa, o no lo quiere.

 

Nos llamó mucho la atención que en la isla no hay perros, no quieren tenerlos simplemente.

Regresamos a Puno al atardecer en medio de un mar de sangre: el cielo estaba encendido con rojos, violetas y pinceladas oscuras que se reflejaban en las aguas. Frente al hotel, anclado en la orilla del lago hay un barco…el Yavarí. Su historia es sorprendente. En 1861 el Perú vivía una época económicamente propicia debido al comercio internacional del guano, circunstancia que aprovechó el presidente Ramón Castilla para mandar construir dos cañoneras para el Titicaca en los astilleros ingleses de Birmingham. Se llamaron Yavarí y Yapurá. La condición era que el Yavarí se empacara por piezas en cajas cuyo peso no excediera los 200 kilos, que es lo que podía cargar una mula. De Arica a Tacna las cajas viajaron por tren. Eran 2.766 piezas que en total pesaban 200 toneladas. Luego hubo problemas de todo tipo incluyendo un terremoto. Y al fin contratando más mulas y mil porteadores indígenas se llegó con el cargamento a Puno después de recorrer 350 kilómetros de desierto. Hubo además que remontar los picos de la Cordillera de los Andes. ¡Épica empresa! Ingenieros ingleses y locales armaron el barco que fue finalmente botado el 25 de diciembre de 1870. El barco participó en la Guerra el Pacífico y después fue inexplicablemente abandonado hasta que en 1990, por obra de una matrona inglesa, fue de nuevo restaurado y hoy presta servicio como museo de guerra y sala para fiestas, frente al Sonesta.

Visitamos algunos pueblos de los alrededores del Lago, como Juli, llamado la Roma del Perú por la cantidad de templos imponentes para tan pequeño pueblo indígena y luego fuimos a admirar los vestigios que quedan en Sillustani, de una poderosa civilización anterior a los incas. Pero estos son relatos para otra ocasión.

Por: Texto de Andrés Hurtado García.

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