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Ushuaia, paraíso del fin del mundo

Por: Andrés Hurtado García

Nos fuimos a “El fin del mundo” a reírnos de los alienados o inocentes, o estúpidos, que creyeron que “este negocio” se acababa, según no dijeron nunca los Mayas. Y fuimos a gozar de la impresionante belleza de Ushuaia, la ciudad más austral del planeta, “Fin del mundo y principio de todo”, como reza su slogan. Situada en el último rincón de la Patagonia argentina, lindando con los dominios del Polo Sur, el emplazamiento de Ushuaia es privilegiado: la bañan por el frente las aguas del Canal de Beagle y se recuesta en los picos nevados de Martial por la espalda. Se diría que este entorno fue fabricado artesanalmente por manos divinas.

A finales del siglo diecinueve, llevando en su barco - el HMS Beagle- al naturalista Darwin, el capitán Fitz Roy navegó el canal que une el Pacífico con el Atlántico. Más al norte, se encuentra el Estrecho de Magallanes que conecta igualmente los dos océanos. Por la misma época el presidente Roca quiso afirmar la nacionalidad argentina poblando esas lejanas soledades de la Patagonia y así se fundó a Ushuaia en 1884, pueblo que sería agrandado y poblado cuando poco después se creó allí el famoso penal del “fin del mundo”. Esta temida cárcel funcionó hasta 1947 e hizo las veces de nuestros penales de Araracuara y Gorgona. El que escapaba del penal patagónico moría en los gélidos ríos de la región y los que lograban evadirse de los nuestros, o morían devorados por la manigua o por los tiburones.


Nos instalamos en el hotel Las Hayas, administrado por colombianos y que es indudablemente el más bello de la región. Se encuentra en la parte alta de la ciudad, en medio de un frondoso bosque y desde allí la vista se explaya sobre la ciudad, el canal y las montañas vecinas. Nos recomendaron, entre las innumerables agencias de viaje, a Tolkeyen como la mejor.

Emblema de la ciudad La primera y obligada visita es al “Tren del fin del mundo”, precioso ferrocarril de vagones pequeños, casi de postal. En su comienzo, en 1902, los rieles eran de madera y por eso lo llamaban xilocarril y su anchura era de 60 centímetros entre los dos rieles. El actual es metálico y de medio metro de anchura. El recorrido total es de ocho kilómetros. El original recorría 25. Era el tren de los presos. Todos los días salían en él a buscar y traer madera para las construcciones del pueblo, del penal y para combustible. En 1994 se reabrió el tren para el turismo. Enrique Díaz, dinámico empresario del “Tren más austral del mundo” fue nuestro magnífico anfitrión. Haber recorrido este trayecto ferroviario entre bosques preciosos y en medio de montañas es un recuerdo muy grato que ocupa rincón especial en mi alma de viajero.

Del otro lado del canal y frente a Ushuaia, se encuentra la isla Navarino que pertenece a Chile. El litigio que llevaban los dos países, Chile y Argentina, por la posesión de estas regiones del extremo patagónico, fue resuelto mediante la intervención del papa Juan Pablo II y la decisión fue aceptada íntegramente por las partes.

Ushuaia y el Canal del Beagle son inseparables; así que montamos en el catamarán que nos había preparado Claudio de Souza de Tolkeyen para la magnífica navegación.

Desde el barco la visión de la ciudad, recostada contra la cadena de picos Martial, es hermosa. En otro lado se destacan nítidamente en el horizonte los dos picos emblemáticos de la ciudad: el Olivia, cuyos esbeltos contrafuertes suben estrechándose hasta la cima como si dibujaran una catedral gótica de amplia base y puntiaguda cima. Domina toda la región. A su lado se encuentra la otra montaña emblemática, el pico Cinco Hermanos, formado por otras tantas cumbres, pegadas unas a otras.

Avanza la navegación y pasamos por la Isla de los Lobos donde los pesados animales de sedosas pieles toman el sol; hundiéndonos más en el canal admiramos en otra isla una colonia de miles de cormoranes, de plumas blancas y negras, que no se inmutan a nuestro paso. En la isla Martillo el catamarán enfila la proa a la orilla hasta casi tocarla y allí permanecemos media hora fotografiando la numerosa colonia de pingüinos patagónicos que, a diferencia de los que viven en los hielos del Polo Sur, hacen el nido en cuevas que ellos mismos cavan dentro de la tierra.

Son pequeños, apenas alcanzan los 80 centímetros y tampoco se asustan por nuestra visita. Las cámaras fotográficas están “recalentadas” y nosotros, Wilfredo Garzón y yo, emocionados.

El barco nos lleva hasta la estancia Harberton, ahora dedicada al turismo. En su tiempo tuvo un rebaño de 30.000 ovejas que en un invierno demasiado largo y fuerte murieron de frío. La estancia (hacienda) conserva como museo las casas de habitación, los establos, los talleres para el mantenimiento de las máquinas y los enseres utilizados para el trabajo de la granja y de la lana.

Visitamos el Parque Nacional Tierra de Fuego, formado por picos nevados y por lagos e inmensos bosques de unos árboles patagónicos llamados lengas. El entorno natural es magnífico, se diría que “ genesial ”. Avanzamos hasta la península de Lapataia donde comienza o termina, según se la mire, la carretera panamericana que une a la Patagonia con Alaska. En total son 17.000 kilómetros. Aquí en Argentina es la Ruta número 3 y desde este punto hasta Buenos Aires la vía mide 3.000 kilómetros de inmensidad y de pampa infinita.

Visitamos también el blanco-amarillo, edificio que albergó el temido y mítico penal del “Fin del mundo”, hoy convertido en museo. Y dentro de la variada oferta turística de la región escogimos visitar los lagos Escondido y Fagnano, ubicados a 36 kilómetros de distancia.Para llegar a ellos debimos cruzar el Paso Garibaldi, de apenas 400 metros sobre el nivel del mar, pero que rompe la Cordillera de los Andes que en este inmenso sur de la Patagonia, dobla hacia el oriente siguiendo la dirección de la masa continental.

Caminar por las calles de Ushuaia es un placer por la cantidad de jardines de lupinus, flores que en Colombia sólo tienen color azul pero que en esta región forman almácigos amarillos, rojos, azules, morados y blancos. Cuando debimos dejar “El fin del mundo” para volver al mundo de la mitad, lo hicimos por carretera, pasamos a la sombra del Monte Olivia y pudimos admirar las paredes rocosas de varios centenares de metros de altura. Todo un sueño vertical para quienes amamos las montañas.

Nuestro lejano destino era Buenos Aires, atravesando la pampa inconmensurable, la de los gauchos indómitos y la de Martín Fierro, que así termina su poema: “Todas las tierra son buenas, vámonos amigo Cruz”.

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