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Marruecos, hervidero de sueños

Por: Andrés Hurtado García

Quizás la vida del hombre sobre la Tierra consista en ir hallando claridades que respondan a preguntas vitales, hasta que un día, que todos anhelamos se retarde ojalá indefinidamente, accedamos a la verdad suprema: la muerte. Una de esas preguntas indaga sobre el sentido de nuestra presencia en el planeta. A la manida pregunta de los entrevistadores de: si no fueras lo que eres, qué te gustaría ser, todos responden con pedante suficiencia: estoy satisfecho con lo que soy, cuando en realidad oscura o claramente desearían otro estado de vida. En mi caso particular, no me disgusta lo que soy, pero descaradamente confieso que si hubiera nacido como un nómada del desierto, se lo hubiera agradecido más a la vida o al encargado de repartir oficios entre los seres humanos.

Dicho esto, volvamos al título de esta crónica. Viajero yo de mares y continentes y sobre todo caminante de caminos de tierra, paso a paso y sudor tras sudor por montañas, selvas y desiertos del planeta, muchos me indagan sobre el orden de los países a visitar. Es la curiosidad natural sobre listas y clasificaciones. Les respondo que en orden de importancia estos son mis preferidos: primero Egipto, luego Grecia, en tercer lugar Turquía, el cuarto y quinto lugar lo ocupan China e India y el sexto Marruecos; y desde luego les aporto mis razones.

De niño, sí , desde esa época de mi vida los desiertos suscitaban en mí una curiosidad extraña, curiosidad que quedó relegada a un rincón del alma, pues me entregué a mis dos confesas aberraciones: la montaña y la selva.

Pero el corazón no perdona y después de muchos años de trasegar y cuando ya mis pies olían irremediablemente a caminos, el desierto reclamó sus derechos, primero tímidamente y luego con fuerza. Hoy, llegado a esta cumbre de mi vida, lo proclamo  del desierto, mis miradas se vuelcan sobre los touaregs del Sahara. Tienen pocas cosas exteriores, poco que salvar en los incendios, no necesitan GPS porque conocen el secreto de las arenas, saben donde hay un pozo y auscultan las estrellas y los misterios del viento. Tienen pocas riquezas exteriores y mucha riqueza interior, todo lo contrario de los hombres de hoy, que en vez de crecer hacia dentro desechando cosas, propiedades y títulos, nos enriquecemos acumulando avariciosamente todo lo que no podremos llevar en nuestros ataúdes.

Y Marruecos ha sido para mí una de las puertas del desierto. Cuando visité por primera vez Turquía, hace muchos años, predije que este país sería muy pronto meca del turismo mundial y mi profecía ya se ha cumplido en la península de Anatolia. Luego conocí a Marruecos y me embrujó: bellas montañas, valles escondidos de idílica belleza, oasis que parecen diseñados a la medida de los sueños, abruptas gargantas, fortalezas abandonadas que se resisten al paso inclemente y erosivo de los siglos, nómadas sabios y callados, campesinos trabajadores y austeros, larga y rica historia, ciudades antiguas en las que el visitante se puede perder en las estrechas y abigarradas callejas de las medinas sin temor a nada y ante la mirada amable de los nativos, murallas que de trecho en trecho se abren en puertas que son obras de arte, palacios en los que los detalles del color y del estuco arañan los dominios de la perfección suprema... Marruecos es un mundo de reclamos y de ensoñaciones donde el pasado se ha negado a morir y el desierto, denso de presencias, se convierte en un espejismo casi tocable de la felicidad.y mi profecía fue igual: Marruecos será meca del turismo mundial y ya lo es.

¿Por dónde empezar? Juba II, bereber romanizado, contrajo matrimonio con el hijo de Antonio y Cleopatra y construyó Volúbilis cuyas esplendentes ruinas poseen muchas salas con mosaicos perfectamente conservados en sus colores naturales. Allí cerca se puede visitar a Moulay Idriss, que parece un blanco nido de palomas “perchado” en la montaña. Surge como un sueño celestial en el paisaje. Allí está enterrado Idriss I, fundador de la primera de las seis dinastías que han gobernado a Marruecos: idrisíes, almorávides, almohades, benimerines, sadíes y alauitas que es la actual, con Mohamed VI a la cabeza del reino. Visita obligada merecen las llamadas ciudades imperiales, Fez, Meknes y Rabat. En ellas los barrios antiguos, que datan de la Edad Media y llamados medinas, son el encanto de los visitantes.

Hay dos ciudades que los extranjeros privilegian en Marruecos: Casablanca y Marrakech. La primera es célebre por la mítica película Casablanca (Bogart y Bergman), por la reunión de las potencias en l943 para preparar el desembarco del Día D y por la mezquita que construyó Hassan II, a orilla del mar. Todos los viajeros románticos del planeta sueñan con Marraquech, la puerta del desierto. Quizás la plaza popular y más emblemática del mundo es la de y ama-el-Fnaa, declarada Patrimonio de la Humanidad. En el hotel Mamounia de Marrakech, Winston Churchill pasaba largas temporadas pintando en el jardín y grandes celebridades del mundo como Orson Welles y Katherine Deneuve gustaban alojarse allí.

Al sur del país se encuentran Tarfaya, Cap yuby y El Aaiún donde Saint Exupér y se inspiró para componer El Principito y Correo del Sur. Allí el desierto es maravilloso. y avanzando hacia el oriente el visitante llega a Merzuga y ya se encuentra a la entrada del Sahara. En el horizonte aparece Erg Chebigg y sus dunas, quizás las más celebradas de la Tierra. Alcanzan 150 metros de altura. En la base de esta montaña amarilla de arena se encuentran las jaimas (carpas de los nómadas) donde los turistas pueden dormir.

Mi visita a las dunas fue el punto máximo de exaltación en Marruecos donde cada rincón esconde su propia epifanía. Cercana ya la puesta del sol monté en el camello que llevaba del cabestro un “hombre azul”, un touareg. Lentamente fuimos subiendo por las arenas hasta llegar a la cima de la duna más alta. Allí permanecimos una hora viendo cómo el sol se ahogaba en su baño de rojos y amarillos. ya para descender una tormenta de arena nos detuvo por espacio de otra larguísima hora. Fue nuestro bautismo de arena. Esa noche, las estrellas tan arcanas y brillantes como nunca las había vivido en el planeta, velaron mi sueño. Al amanecer, de nuevo subí las dunas para presenciar la salida del sol. La claridad del horizonte, el camello y el nómada que me conducía me permitieron tener la visión más bella de mi vida. Ellos dos, camello y touareg con los cabellos iluminados por la naciente claridad, parecían, lo juro, el Principito. y la foto así lo proclama. Visitar Marruecos y después... morir, sí señor.

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