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Arrullando al Magdalena en su cuna

Texto de Andrés Hurtado García


Los palacios, las mansiones, las humildes casuchas donde nacieron y fueron arrullados los “grandes hombres que en el mundo han sido” y que con sus ejecutorias llenaron las páginas de la historia, son objeto de turismo e incluso de veneración según sea el personaje. ¿Por qué no hacer lo mismo con la cuna de los grandes ríos que dan vida a pueblos y naciones? Los egipcios adoraban al Padre Nilo que les daba fecundidad y, siglos más tarde, expediciones famosas se hicieron para encontrar la cuna. Las fuentes del poderoso río. David Livingstone se perdería en el intento y Henry Morton Stanley iría a buscarlo en lo más profundo del corazón del África.

La cuna de los grandes ríos de Asia, olorosos a nieves eternas y reencarnaciones, ha sido objeto de peligrosas y publicitadas expediciones. El Rin, untado en la sangre de las gestas napoleónicas es destino de intenso turismo romántico y cultural en Europa. El Misisipi, río amado por Mark Twain, es el hilo conductor de la historia, cultura y comercio norteamericanos. ¿Y qué decir del Amazonas, río padre de todos los ríos de la Tierra? Conocerlo, bañarse en sus aguas, navegarlo, visitar las comunidades que viven en sus márgenes, es sueño de todos los mortales del planeta. Y en la medida que los humanos nos empeñemos en la destrucción de nuestra casa, la Tierra, en esa misma medida los ríos serán objeto de mayor cuidado y veneración. Los dueños del agua serán los dueños del mundo.

Nuestro río Magdalena, la arteria de la patria, no tendrá “el pedigree” del Nilo, del Rin, del Amazonas y del Misisipi, pero es nuestro río medular; es actor clave en muchos momentos de nuestra historia. Es la vía principal del país y lo recorre de sur a norte. Por ello, ir a arrullarlo en su cuna paramuna de frailejones, debería ser sueño de todos los colombianos. Hay dos formas de llegar a la laguna donde nace el río: una, por el Cauca; desde Popayán salen los buses que llevan a Valencia, pueblo ubicado a menos de siete kilómetros de la laguna. Esta vía es la más fácil pero la menos atractiva porque la zona oriental del Páramo de las Papas está muy deforestada. La otra vía, la más hermosa, de belleza sin igual, parte de San Agustín, Huila.


El Páramo de las Papas, donde nace Yuma, como llamaban los indios al Magdalena, pertenece al Parque Nacional del Puracé, cuyo sector norte está dominado por los volcanes Puracé, Coconucos, Pan de Azúcar y Sotará, y el sector sur corresponde al Páramo de las Papas y a numerosas lagunas de páramo. Este parque arropa la estrella fluvial colombiana porque en sus dominios nacen cuatro ríos medulares de la patria: el Magdalena, el Caquetá, el Cauca y el Patía; los dos primeros nacen a tres kilómetros de distancia. Conservar este parque es, pues, de vital importancia para Colombia y debería ser mimado por el gobierno y por los departamentos que tienen acceso a él.

En compañía de los guías ecológicos del Colegio Champagnat de Bogotá, pionero en educación ambiental en Colombia, salimos de San Agustín rumbo a Quinchana, pequeño caserío donde se inicia el camino de dos días que lleva a la laguna. Primero un fuerte ascenso, luego un descenso largo para caer al río Magdalena, correntoso allí y todavía adolescente, y enseguida una larga subida, sostenida hasta llegar a la posada de Palechor donde pasamos la primera noche. Son seis horas de camino, duras, a pesar de que dos bestias cargan nuestros morrales. Carlos Guerra y Gustavo Papamija, excelentes amigos, nos acompañan y se encargan de las cabalgaduras. El camino avanza entre bosques, la mayoría intactos, como en el primer día del Génesis y entre potreros hermosos. En la cabaña nos encontramos con varios extranjeros. Esta no era la primera vez que subíamos al Páramo; hemos pasado allí varias navidades y años nuevos y siempre hemos encontrado extranjeros y pocas veces colombianos.


El segundo día, madrugamos antes de que saliera el sol y encendimos nuestras linternas; nuestras ropas recibían todo el rocío acumulado en las plantas que rozábamos al pasar. Desaparecieron los potreros y caminábamos entre bosques tupidos, llenos de quiches y orquídeas. Era fantástico, parecíamos caminar en el Edén Perdido; así tan hermoso lo imaginamos. Después de otras seis horas llegamos a la explanada de la laguna situada a 3.600 metros y sin detenernos continuamos hacia La Oyola, del lado del Cauca, descendiendo un poco, hasta llegar a la casa de unos campesinos amigos, donde siempre nos hemos alojado y que sería nuestra base de operaciones.

Al otro día madrugamos para darle la vuelta completa a la mítica laguna que se encuentra en un alto valle cubierto de vegetación paramuna en la que sobresalen los frailejones que estaban florecidos. El sitio exacto por donde el río se desprende de la laguna mide apenas un metro de anchura. ¿Quién lo creyera? ¡Es el mismo río que al desembocar en Barranquilla tiene más de 100 metros de anchura! Para admirar la laguna de Cusiyaco debimos trepar por un empinado potrero que luego se convierte en bosque cerrado, lleno de musgos, epífitas y quiches. Parecía un bosque encantado como los de las películas. El pico al que llegamos estaba enrojecido con centenares de plantas insectívoras parecidas a la rosa y llamada por los científicos “Befaria Resinosa”. Desde arriba el espectáculo de la laguna de Cusiyaco acunada en un hueco 120 metros más abajo es soberbio. En la laguna de Santiago, ubicada apenas a 500 metros de la del Magdalena, nace el primer afluente del Yuma. Para llegar a ella debemos también subir una cuesta empinada. Igual que la de Cusiyaco, se encuentra rodeada de altísimos paredones. Nos quedaba la más lejana, la de San Patricio. Debemos subir laderas empinadas hasta llegar a los 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Allí el viento es helado y cortante. Igual que las otras, la de San Patricio se esconde en un inmenso hueco. Al regreso un osezno y su madre corrieron delante de nosotros. Es el oso de anteojos, el único oso suramericano.

También queríamos conocer la cuna del río Caquetá.

No nace como el Yuma de una laguna sino que recoge aguas de un enorme cuenco de laderas densamente cubiertas de matorrales y se despeña por una cascada y transita en dirección norte por un valle de frailejones; luego tuerce hacia el occidente y al llegar al pueblo de Valencia toma la dirección sur para mucho más adelante girar hacia el oriente en busca del lejanísimo río Amazonas, al cual verterá sus aguas con el nombre de Yapurá, en territorio brasileño.

El regreso del Páramo de las Papas es un sumergirse de nuevo en el tráfago, los trancones, las solicitaciones de la vida urbana y de la hipocresía que tantas veces se debe vivir para no ser un extraño en el mundo de los hombres. Pero traíamos aliento de alturas y aire puro de montaña. Y esto es suficiente contrapeso.

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