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Cabo de la vela

Viaje hacia la tierra de los muertos 

¡No jodaaaaa con estos chivos! La exclamación con voz campanuda y acento con menos eses de lo habitual, propia de cualquier riohachero, la suelta Abraham Iguarán justo cuando una pareja de chivos sale del monte pegando saltos sobre la vía que conduce de Uribia al Cabo de la Vela, en la Guajira colombiana.

Él, como solo un conductor-guía con más de veinte años de experiencia en llevar y traer turistas hasta ese extremo geográfico donde confluye el desierto y el mar, los esquiva con calma, sin aspavientos. Y entonces, mientras hunde a fondo el acelerador de su 4x4, explica a sus pasajeros que gracias a su experticia en el timón se ha salvado en más de una ocasión de quedar en la ruina… “¡Dios me libre de matarle un chivo a los wayúu! Ellos empiezan a pedir que se les pague, pero el valor del animal lo van subiendo primero que porque era una hembra, o porque tenía crías o porque el parejo queda solo y se muere de pena moral… ¡erdaaaa, eso un chicharrón primo!

Mientras se avanza por un trayecto que en total sumará 86 kilómetros, los chivos no son los únicos que asoman.

Un sinnúmero de letreros escritos en gramática wayuunaiki, unos sobre llantas y otros sobre madera, anuncian los nombres de las rancherías que se encuentran escondidas entre los verdes trupillos que abundan en la zona. Abraham cesa de cantar el vallenato que suena a través del equipo de su todoterreno para advertir que como mestizo, está prohibido entrar a una de estas rancherías por cuenta propia, sin invitación. “¡Ni por la mecha primo!”.

El volumen de la música aumenta unos decibeles. Abraham Iguarán, haciendo honor a esta tierra de cantores, vuelve a entonar la letra vallenata a todo pulmón: “Yo soy guajiro, yo soy guajiro y vivo orgulloso de mi región, que solo olvido, que solo olvido, ha tenido siempre de la Nación”.

Al que madruga…

 
La aventura para ir hasta El Cabo de la Vela había comenzado horas atrás en el hotel Waya, ubicado en el kilómetro 15 vía Cuestecitas, en el municipio de Albania. Un lugar alejado del bullicio, perfecto para descansar y tostarse al sol junto a una amplia piscina, decorado con chinchorros y mochilas wayúu y que gracias a sus criterios de sostenibilidad y mínimo impacto ambiental, hoy cuenta con la certificación Leadership in Energy and Environmental Desing (LEED).

Serían las 6:00 de la mañana. Abraham Iguarán había llegado minutos antes, vestido con pantalón casual oscuro y una camisa verde manga corta que aparentaba tener un color más intenso debido al contraste con el negro de su piel. Estaba acompañado de Juan Reyes, gerente de la oficina de Aviatur en Riohacha, un samario de 27 años quien tiene bajo su responsabilidad la promoción de planes de turismo receptivo en toda la Guajira.

Apenas se inicia el viaje, el paisaje a través de la ventana da cuenta del por qué, según Anato, solo durante el primer semestre de este año se movilizaron a través del aeropuerto de Riohacha más de 69.000 pasajeros… Rancherías de bahareque y yotojoro (el corazón seco del cactus), mujeres indígenas Wayúu vestidas con coloridas mantas tejiendo mochilas a un ritmo que no parece de este mundo; una camino delineado a un lado con trupillos y, por el otro, con la vía férrea de un tren que con 120 vagones transporta carbón hasta Puerto Bolívar durante las 24 horas del día. Ah, la brisa y los 40 grados de temperatura que arropan ese semidesierto…

Tras dos horas de recorrido, un paisaje blanco irradia en el horizonte.

 Son las salinas de Manaure. Una parte fue del Estado hasta hace poco. La otra, no obstante, pertenece a los Wayúu. Hay algunas charcas ya secas, donde algunos indígenas rompen las costras salinas a punta de pala para embolsar su tesoro en sacos que luego son comercializados a la entrada del pueblo, a donde arriban cientos de camiones provenientes del interior del país. Otras tendrán que esperar por lo menos dos meses, antes de tener lista su producción.

El recorrido hasta El Cabo aún es largo. Es necesario apurar la partida concluyendo la sesión de selfies que utiliza como telón de fondo montañitas blancas de sal. Entonces, una vez más la voz áspera de Abraham Iguarán interpretando vallenatos vuelve a arrullar esta travesía: “Soy un guajiro de clase y raza; llevo en el alma la decisión, de sacar la cara por mi patria, en cualquier parte u ocasión…”

El entierro más caro del mundo

De regreso de Manaure, a solo escasos cinco kilómetros, una parada obligatoria fue en Uribia, la Capital Indígena de Colombia. Había que comprar provisiones. También abastecerse de gasolina. No obstante no se observa ninguna estación. Aquí la escena de los pimpineros que venden gasolina venezolana a mitad de precio que la nacional, hace parte de la cotidianidad del pueblo. Es una fuente de empleo a la que se dedican miles de familias. Es casi como tener una tienda de barrio. Es quizá más fácil conseguir gasolina que agua en este lugar.

Allá van los transmilenios”, advierte Abraham Iguarán cuando a escasos metros pasa uno de los muchos camiones que embuten en un solo viaje desde Uribia hasta El Cabo cuanto indígena Wayúu encuentren en el camino, gallinas, costales y chivos. ¡Solo por $2.000 el trayecto!

Ya son las 10:00 a.m. Basta con abandonar Uribia para iniciar el recorrido por una carretera destapada de arena color naranja oscuro que contrasta con el verde de los pocos árboles de dividivi y trupillo. En el horizonte se divisa la serranía Aipiir. “Eso que usted ve allá es el entierro más caro del mundo primo”. Abraham Iguarán hace una pausa en su canto para explicar que ese monte tapado de vegetación es el lugar donde los Wayúu realizan sus entierros. “Es un lugar sagrado para ellos porque allá llevan a sus muertos, pero un entierro de ellos es como un día de campo que puede durar hasta meses… uno lleva una vaca, otro el chivo, otro el chirrinchi y así,… gasto sobre gasto primo, ¡qué muerte tan cara!”

Unos cuantos kilómetros adelante la 4x4 desvía por el sitio denominado San Martín para ingresar a una sola masa amarillenta por donde se avanza por vías imaginarias que solo trazan quienes como Abraham, conocen como la palma de su mano.

Nuevamente el canto es interrumpido. “Nos toca entrar por aquí porque por el desierto de La Ahuyama y Carrizal que es la entrada más conocida, llovió y el carro se puede ir de trompa”, advierte el riohachero mientras avanza e ignora el paso por una zona de tradición de pescadores, que experimentó una bonanza de perlas y en donde se dice que los primeros navegantes que hicieron presencia fueron Alonso de Ojeda y Américo Vespucio.

En esa inmensidad en la que pronto uno creyera estar perdido, los chivos no son los únicos obstáculos que aparecen en el camino. Un par de niños Wayúu, medio desnudos y con una piel tostada por el sol, levantan un fino hilo con banderitas de colores que simula un obligado retén. Abraham acelera hasta el fondo y cruza raudo dejando a los pequeños inmersos en una nube de polvo amarillento.

Es que el ingenio de los más pequeños para hacer detener a los vehículos que transitan hacia El Cabo ya es una situación conocida entre los guajiros. “Nosotros recomendamos no darles dinero y tampoco dulces por la falta de agua en la zona… es mejor darles cosas de comer nutritivas o juguetes”, había advertido esa mañana Ellis Sprockel, directora de Gestión Social del hotel Waya.

Pero las razones de Abraham Iguarán para pasar de largo en el recorrido son otras. “Primo, aquí el rancho que menos tiene son unos diez niños. Entonces si usted para porque ve dos niños, cuando lo hace comienzan a lloverle niños de todas partes para lanzársele al carro… Es muy duro pero es la realidad, y así usted pase por aquí con unas quince tractomulas llenas de comida, no le va a alcanzar para darle a todos los pelao´s que van a salir”.

Este año el ICBF reveló que en la Guajira existen aproximadamente 1.500 rancherías donde habitan unos 15.000 niños; 900 de ellos presentan desnutrición aguda o grave.

¡Allá no sube ni el gato volador!

“Yo te quería y era por el pelo, te lo cortaste y ahora no te quiero. Ay, pilá, pilá, pilandera; ay, molé, molé, molendera, quien pila pilandera, quien muele molendera…”

La letra de la cumbiamba interpretada originariamente por Juan Piña y su orquesta, hoy por Abraham Iguarán, acompaña la vista del cerro El Pilón de Azúcar. Una cima a la que habrá que llegar horas más tarde, para presumir a punta de selfies de haber conquistado la calurosa, seductora e indomable Guajira.

El embelesamiento del recorrido es interrumpido. Esta vez no por chivos. Tampoco por niños, sino por unas moles gigantes de concreto en forma de puente. “¡Abróchense los cinturones que vamos a volar!” grita Abraham. Luego, cuando ve la expresión de susto de sus pasajeros, suelta una fuerte carcajada antes de advertir con su característico acento guajiro: “¡Tranquilos, sobre esos puentes no sube ni el gato volador… son nueve en total que fueron construidos dizque para que los carros no se enterraran cuando lloviera, solo que a quien los hizo se le olvido hacerles rampas a todos, primo!”

Una sola calle paralela a la playa atraviesa El Cabo de la Vela o Jepira, el lugar donde, según los Wayúu, las almas de los muertos van para iniciar su viaje hacia lo desconocido. Al lado y lado de la vía se encuentran innumerables lugares de alojamiento que han sido adaptados para recibir al creciente número de visitantes que llegan hasta este extremo de la Guajira. Aquí no hay lujos ni muchas comodidades. De hecho solo unas cuanta posadas como Jarrinapi, de propiedad de doña Socorro Fajardo, disponen de luz durante la noche, gracias a que cuentan con sus propias plantas generadoras de energía.

Los colores de las mochilas que exhiben para la venta varias mujeres Wayúu contrastan con el azul turquesa del mar y el amarillo del suelo. A diferencia de otras playas, aquí no hay vendedores. Tampoco música a todo volumen. Solo se escucha el sonido del viento que impulsa a esta hora varios turistas que practican kitesurf.

Pero El Cabo no termina ahí. Abraham se detiene en la base del sitio conocido como El Faro. Los casi 40 grados de temperatura que amenazarían cualquier posibilidad de abandonar el aire acondicionado del jeep, son superados sin dificultad alguna gracias a la fuerte brisa que se siente en el lugar.

Subir no toma más de cinco minutos. Ya arriba, el agua totalmente azul en contraste con la arena naranja de la playa es el primer impacto visual que se recibe. Claro, es ineludible encontrarse de frente con el faro de estructura metálica que sirve como señal a los barcos. No obstante, el lugar es mágico. No se sabe a cuál lado mirar, porque es difícil elegir cuál es más bonito: Hacia El Cabo, o hacia la playa Ojo de Agua. La felicidad es completa.

 

Subimos en silencio. Estábamos en el lugar sagrado para los Wayúu en donde las almas parten a su viaje definitivo hacia el más allá. Ya en lo alto, el paisaje es extraordinario: A lo lejos el agua se confunde con el cielo. Abajo, las aguas espumosas rozan la arena color naranja y bañan las rocas con un movimiento que parece conducido por el ritmo de una melodía. ¡Un milagro de la naturaleza!

Y esta hora, el cuerpo pide un descanso. Y para ello, una vez abajo, casi sin pensarlo, hay que salir corriendo para zambullirse en el mar para dejarse refrescar por esas aguas turquesa que solo llegan hasta El Cabo de la Vela.

No hay vendedores ambulantes y la única música es la que produce el leve oleaje. La satisfacción de haber llegado hasta este lugar es indescriptible. Uno se olvida del mundo y solo hay espacio para la contemplación.

Son las 2:00 p.m. y el pargo rojo, ensalada y patacón que se ofrece como uno de los platos insignes de la posada Jarrinapi, ya está listo. La nostalgia por tener que partir esa misma tarde de este paraíso en la tierra es inevitable. Por eso mientras se come, se acumulan las imágenes, colores, formas y sabores que avivarán esos recuerdos que uno se llevará hasta que muera.

Apenas salimos del pueblo, la voz de trueno de Abraham Iguarán vuelve a sonar… “Yo vivo orgulloso porque soy de la Guajira, porque le canto a la vida, porque le canto al amor y vivo contento porque a la mujer bonita, sé decirle cosas lindas pá tocar su corazón… ¡Ay hombe!”

Recomendaciones para los viajeros

  • Reservas: Si quiere reservar un plan al Cabo de la Vela o a cualquier otro destino en la Guajira, puede hacerlo a través de Aviatur.com o comunicándose con Aviatur Riohacha al número (57) 5 728 7523 o 5 728 7524.

  • Dónde dormir: Para dormir, una buena opción es el hotel Waya, a tan solo 45 minutos de Riohacha. Cuenta con 140 habitaciones, piscina, Wi Fi y 8 kioscos tipo ranchería. ¡No olvide disfrutar de su amplia piscina, emplazada en un mirador con una vista impresionante!

  • Compras: Para comprar mochilas tiene varias opciones: La avenida Primera en Riohacha tiene la mayor variedad de estilo, formas y colores. Otra opción la encuentra en El Cabo de la Vela, justo al lado de la playa. Allí las indígenas tejen en vivo y en directo. Si quiere algo más exclusivo, visite la tienda Eiyata, en la calle 2 en Riohacha, en donde además de comprar mochilas, sombreros, mantas, llaveros y libros, puede alquilar todo el mobiliario que requiera para realizar una fiesta temática.

  • Qué hacer: Uno de los planes opcionales que puede alternar con su visita a El Cabo de la Vela es acudir a una ranchería para aprender a fondo sobre la cultura Wayúu. El hotel Waya, dentro de la ruta turística sostenible que ofrece, incluye una visita a la ranchería Etnoturística Santa Rita, cuya autoridad es Elión Alberto Peñalver. Una oportunidad única para ver la Yonna, la danza tradicional de los Wayúu y para realizar un taller de vitrofusión.

Texto:Sandra Aguilera B.

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