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Galápagos, las islas de la naturaleza salvaje

Por: Enrique Patiño

Alejadas del continente, alimentadas por corrientes submarinas, volcánicas y llenas de especies únicas, las catorce isla de Galápagos evolucionaron al margen del mundo y de los humanos. Allí dominan aún los leones marinos y las iguanas, junto con las gigantescas tortugas. Un lugar que no debe dejar de visitar.

De la aparente nada, el león marino surge y se ubica a menos de un metro de distancia. Mi piel se eriza por el susto, la emoción y la temperatura del agua. Estoy a treinta metros de la orilla, el agua está fría, demasiado para alguien que viene del trópico, la corriente de Humboldt que pasa por la isla de San Cristóbal congela las piernas en este punto del Pacífico, y antes de poder reaccionar el animal ya me ha rodeado dos veces.

Es de esas cosas que nadie le enseña a uno jamás: qué hacer si de frente, en una exploración de careteo sencilla, a uno se le aparece un león marino. Así que toca improvisar. Lo sigo con la vista, girando lo más rápido posible ante su cerco veloz. Al animal le gusta el juego. Y hace algo propio de un niño: desciende justo bajo mi cuerpo, y suelta una bocanada de aire que asciende en forma de burbujas. Finalmente se queda mirándome, a menos de un metro, quizás tratando de entender qué extraño animal es uno, invasor de sus aguas, tubo en la cabeza y máscara ajustada, aletas de pato y piel clara sin aceite para protegerse del frío, pelado y frágil, lento y con colores llamativos en las prendas. Toda una rareza.

Olvido el trascurso del tiempo. Cuando el frío me obliga a salir, el animal me acompaña hasta la orilla. Ágil y bello en su pelaje café, se acerca a menos de cinco centímetros y olfatea la que quizás sea una piel desabrida sin olor interesante a pescado y exceso de bloqueador. Lo han repetido los guías miles de veces: no hay que tocarlos para no perder el encanto natural y la tranquilidad con que los animales de Galápagos se relacionan con los visitantes. Y sí, no es necesario. Porque lo demás lo ha valido todo. Mis compañeros de viaje llegan tarde al espectáculo. No hay necesidad de contarles lo sucedido. Cada uno de ellos ha vivido su propia experiencia en Galápagos. De eso se trata: de que esta isla acerca a cada persona de manera distinta a los animales en su estado más puro y salvaje, en el paraje más recóndito en medio del Pacífico, donde el mundo parece haberse reinventado por completo, y donde Charles Darwin encontró los motivos para plantear la teoría de la evolución y dejar de lado la convicción religiosa de la creación.

Las sorpresas son la orden de los días en Galápagos. A la mañana siguiente, en la isla de Santa Cruz, una iguana aparece en mitad del océano nadando con un movimiento similar al de las serpientes. Sí, las iguanas nadan, lo hacen con destreza y la cabeza afuera, como si fueran dragones sumergidos. Lo irónico es que las especies nativas que dieron el nombre a las catorce islas, las gigantescas tortugas galápagos, son terrestres de lleno. Y descomunales: son tan grandes que cuando me siento frente a ellas, con mis 1,82 m de estatura, me miran de frente y la circunferencia de su caparazón es tan ancha que ni con los brazos extendidos podría abarcarlas un humano. Algunas pesan más de 200 kilos y las más grandes miden un metro y medio. Abren su gigantesca boca para comer pasto, a la manera de los herbívoros de una granja, y pronto se olvidan de que uno existe. Los humanos, a pesar de que las hemos acosado y casi llevado al exterminio total, no las sobreviviremos: cada una de ellas pastará sobre la Tierra a menos 150 años y nos dejarán atrás.

Otras especies de iguanas se repiten por doquier, casi al infinito, lanzando agua por sus fosas nasales para eliminar la sal, estáticas bajo el sol, camufladas con los colores de las algas y de las rocas volcánicas: las hay negras como la roca de la lava solidificada, pero también rojas y amarillas, y algunas con visos verdes tornasolados. Hay flamencos, pingüinos ecuatoriales, tiburones, rayas y mantarrayas en las orillas, piqueros de patas azules y otras especies que parecen convivir tan en paz entre ellas que uno a veces se pregunta qué hace el hombre allí.

Como siempre, al principio el ser humano sobró. Piratas, melancólicos aventureros y exploradores europeos que escapaban de las crisis de su
continente llegaron allí y quebraron el balance natural de las islas. Ahora, en cambio, con las visas cerradas para los latinoamericanos, deben pagar, y caro, por entrar a Galápagos. Ese dinero sirve para mantener el equilibrio de las islas y para programas de protección a especies como las tortugas, cuya población ya ha aumentado, y para que este patrimonio natural se convierta en un ejemplo mundial de sostenibilidad. Eso significa cosas como que en el avión, antes de aterrizar, se fumiguen los equipajes de los pasajeros para eliminar las bacterias; que se prohíba y persiga la llegada de especies como cabras, ratas o gatos; que el aeropuerto sea ecológico y las normas para construcción muy severas. O el reciclaje sea un asunto tan serio que las botellas se usan para hacer los adoquines de la ciudad de Puerto Ayora y construir viviendas, y que los desechos plásticos, por el derecho a tocar puerto en Galápagos, sean llevados de vuelta al continente por los barcos que atracan en sus aguas.

Todo está tan controlado que cada día hay más energía solar, más bicicletas en las calles, desalinización del agua o apoyo a las empresas regidas por los 30.000 habitantes de Galápagos.Solo los galapagueños pueden guiar al turista, hacer empresa y comprar vivienda.

Y no hay uno solo de ellos que no hable de la importancia de su isla, y que no se vea dispuesto a luchar hasta la muerte por ella. Desde cuando en 1978 fueron declaradas patrimonio natural de la humanidad por la Unesco, las islas reciben 190.000 visitantes anuales. Pocos, pero controlados. Todo con la intención de que la gente se fije solo en la naturaleza. Y de que se sienta salvaje por un instante, a merced de lo natural, como en el principio de los tiempos.

El viajero regresa a casa con la claridad de que el mundo sigue bien sin él. Y eso ya es un regalo, porque nos libera de creer que somos necesarios. En Galápagos lo que le suceda, como le suceda, aunque sea poco, valdrá la pena. De cualquier forma marcará su memoria.

Lo que debe saber

Las aerolíneas Aerogal, Tame y Lan viajan a Galápagos. Usted deberá pagar 100 dólares por entrar a las islas, además de impuestos adicionales por ingresar a algunos puertos. En el aeropuerto de Balta un bus lo conduce a un ferry, y luego otro bus lo lleva a la isla de Santa Cruz. A 52 kilómetros del aeropuerto está la ciudad más destacada: Puerto Ayora.

Lo más importante es organizar al menos un par de salidas acuáticas. Aunque en cada isla usted puede hacer de todo un poco, la intención es desplazarse y ver las diferencias de fauna y terreno en cada una de ellas. Hay precios fijos, tarifas reguladas y opciones de lujo como yates que se desplazan de isla en isla con un grupo mínimo de turistas. Por el tipo de turista que viaja a Galápagos, la gastronomía es de alto nivel, así como sus tiendas. Artículos de platería y recuerdos finamente elaborados están a la orden del día.

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