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Nariño, corazón verde de Colombia

Por: Andrés Hurtado García

“Campestremente” hablando, así lo proclamo a los cuatro vientos, el departamento de Nariño es el más bello de Colombia. Niño yo –repito una vez más, todo lo grande en mi vida me ocurrió siendo niño-, a la edad de diez añitos fui trasplantado de mis cafetales natales, los de mi Quindío, a los paisajes ondeantes de Nariño. Los cafetos son arbolitos que no se mueven y vistos desde lejos parecen un rebaño parejo de ovejitas verdeoscuras.

Al llegar a Pasto el niño que era ( ¿y sigo siendo ? ¡Ojalá!) veía que el viento formaba oleajes en los cultivos. Aquello era indefinible, una epifanía inolvidable en mi vida. Eran el trigo y la cebada, dos “matas” nuevas para mí. Gracias a los relatos de mi padre, que fue arriero antioqueño, a mucha honra, y a la sensibilidad de mi madre, he sido soñador desde mi niñez.

El departamento de Nariño marcó mi vida y la huella sigue allí, imborrable, hasta que la muerte nos separe. Y marcó mi vida porque “me cogió” al inicio de una adolescencia que ya estaba signada por los sueños y destinada a captar hasta el “fremisement”, como dirían los franceses, la belleza del cosmos.

La región más bella de Nariño, siendo todo él hermoso, es el sur, con centro en Ipiales. Esta ciudad y los pueblos de su entorno, como Pupiales, Funes, Córdoba, Puerres, Cumbal y su corregimiento de Chiles, Túquerres, Potosí, Gualmatán, Aldana, Contadero, Iles, Carlosama y Guachucal forman la Federación de Municipalidades de la Exprovincia de Obando. En alguna ocasión aludí a este pedazo encantador de Colombia, así llamado, decía yo, en honor del General Obando, personaje de nuestra guerra de emancipación. Sonaba lógico. Pues no. Un historiador de Pasto se encargó de corregir mi ingenuo error. En uno de los viajes para Ecuador el Libertador se detuvo en Ipiales donde le hicieron un homenaje y dos señoritas de la alta sociedad fueron las encargadas de coronarlo con un ramo de laurel en la fiesta que organizaron en su honor.

Eran las señoritas Obando. A propósito del municipio de Cuaspud, llamado generalmente Carlosama, hay una deliciosa historia o quizás leyenda, en la región, que los mismos habitantes cuentan haciendo gala de fino humor. En tiempos de “el rey nuestro señor Carlos V”, (como le decían sus súbditos españoles), los nativos de Cuaspud le enviaron un regalo, consistente en el más preciado de los frutos de la tierra: las papas o patatas. El bulto que contenía los tubérculos debió viajar a lomo de mula por medio país hasta llegar a Honda donde fue embarcado por el río Magdalena; en la costa tomaría barco para llegar a España y una vez allí, debería ir en carroza hasta la morada del emperador.

Es de suponerse que las papas llegaron ya con brotes o retoños dado el tiempo, seguramente más de un mes o quizás de dos meses invertidos en tan larga travesía. El monarca agradecido les contestó con una carta que así comenzaba: “Carlos V os ama...”. Y el pueblo quedó:Carlosama.

¿Y por qué declaro el campo de Nariño como el más bello de Colombia? Por las cuadrículas del minifundio. Las llamo retazos de calzón de pobre. Las propiedades están claramente limitadas por cercas vivas. Según la época y los tiempos de siembra y cosecha, las parcelas brillan con verde claro, verde oscuro o amarillo candeal y cuando sopla el viento aquello parece un mar de suaves colores. Esto llenaba mi mente de adolescente con idílicos pensamientos. Mucho más tarde yo sabría el significado de la palabra idílico.

Dejando atrás muchas bellezas del departamento, como su imponente basílica de la Virgen de Lajas, “milagro de Dios en el abismo”, quiero centrarme en uno de los paisajes más queridos por mí en el departamento: la Laguna Verde del Volcán Azufral. Lagunas verdes hay varias en Colombia, pero ninguna tan hermosa como esta, que rivaliza en belleza con la Laguna de La Plaza de la Sierra Nevada del Cocuy en Boyacá. Pertenece al municipio de Túquerres desde donde sale un carreteable, generalmente en mal estado, que lleva hasta dos kilómetros de la laguna. Pero esa no es mi ruta de acceso. Prefiero caminar desde la vereda de El Espino, lugar donde la carretera se bifurca y uno de los ramales avanza en dirección a Tumaco y el otro se dirige a Ipiales pasando por Guachucal.

En compañía de Wilfredo Garzón, “viejo” amigo de aventuras en selvas y montañas y de Ricardo Orbes, nuestro compañero de correrías por el sur de Nariño, salgo de El Espino por el camino del cementerio. Rápidamente dejamos las casas atrás y nos hundimos en el mundo familiar del páramo; el páramo es el ecosistema que tanto amamos y el más importante para Colombia porque allí nacen casi todos nuestros ríos. Pasamos por un túnel cuyo techo son ramas entrelazadas de tal manera que no dejan colar la luz del sol. Salimos a una zona rica en orquídeas amarillas.

Los racimos se destacan en medio del verdor y de los frailejones. El siguiente tramo suele estar pantanoso y nos deposita en una fuerte pendiente que nos deja en la cima, a 4.000 metros de altura. Desde allí la vista se despliega hacia la meseta de Sapuyes por un lado y por el otro el paisaje se pierde en las montañas que bajan hacia la selva del Pacífico.

Avanzando por la cumbre aparece el Cerro Gualcalá o Dedo de Dios, imponente flecha rocosa que se proyecta al cielo como un desafío para los más valientes escaladores. Entonces vemos abajo, llenando casi todo el cráter, la Laguna Verde. Esta debe ser la quinta vez que paso la navidad en el cráter, levantada mi carpa en el arenal al borde de la laguna y arrullado por el viento. Hace cuarenta años que no conozco Navidades y Años Nuevos en la ciudades. Siempre estoy “lejos del mundanal ruido”, en montañas, selvas o desiertos.

Soy así, nadie discute mis alegrías, muchos las envidian y no tengo ya remedio. Bajamos por un caminito estrecho y resbaloso. La laguna es de un color verde intenso, auténtica esmeralda, “gota de aceite”; el color se debe a los sulfatos del volcán. He vivido noches memorables en grandes espacios abiertos del planeta. Numerarlas sería imposible. Hay tres que en mis recuerdos ocupan lugar indestronable: una en el Sahara, envuelto en “africana solemnidad”; otra en el río Miritiparaná, en nuestra selva amazónica, en compañía de indios barasanos y la tercera, aquí en el Azufral. En las tres ocasiones las estrellas parecían estar al alcance de la mano en un cielo muy puro y parecían llorar. En esos momentos siempre he recitado el poema “Las Constelaciones” de José María Rivas Groot:

Amplias constelaciones que fulgurais tan lejos, mirando hacia la tierra desde la comba altura, ¿por qué vuestra miradas de pálidos reflejos tan llenas de tristeza, tan llenas de dulzura?

Una botella de vino nunca nos falta en estas navidades de altura, un vino que acendra la amistad, un vino que alegra el corazón del hombre. Brindamos por el cosmos, por los parientes, por los amigos, por la patria, por la naturaleza verde y generosa de Colombia. Damos la vuelta completa a la laguna, por el borde y por la cumbre del cráter. El 26 de diciembre descendimos, como lo hizo Moisés de la montaña luego de “codearse” con la divinidad. Aunque no bajábamos con dos rayos de luz en la frente que como cuernos esculpió Miguel Ángel a su Moisés, sí regresábamos al mundo de las solicitaciones de la internet, del ruido y de las prisas con más pasión por Colombia en el corazón y más paz en el alma. Gracias Nariño, médula verde de Colombia.

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