Las fechas seleccionadas corresponden para el mismo día, por politicas del servicio uno de nuestros asesores lo asistirá personalmente.
Ver otras fechasConduzco a 140 kilómetros por hora por una vía solitaria que se extiende hasta donde alcanza la vista. Me queda apenas un cuarto de tanque y me separan de la próxima estación de gasolina todavía 180 kilómetros. Acelero, aún a sabiendas de que la velocidad aumenta el gasto de combustible. Pero tengo afán. Hay una huelga de nafta en la Patagonia argentina, voy por la ruta 3 desde el parque nacional Manuel León hasta Río Gallegos, y aún me quedan 300 kilómetros desde ese punto hasta El Calafate, destino final. Todo pinta mal. Muy mal.
Pero a pesar de que la angustia debería invadirme, algo en el ambiente de la Patagonia logra provocar la calma. Se trata de la transparencia del aire. Cae la tarde y es posible ver vehículos, nítidos y definidos, que se aproximan a más de diez kilómetros de distancia. No es una exageración: a 140 kilómetros por hora tardan más de cinco minutos acercándose hasta que finalmente cruzan a mi lado. Me rodea la transparencia absoluta, a tal punto de que es posible ver la curvatura de la Tierra con más claridad que nunca antes, y un paisaje desolado a diestra y siniestra, visitado apenas por los vientos que suben desde la Antártida, los últimos rayos de un sol que desciende hasta casi quedar suspendido sobre el horizonte y unas grandes aves llamadas choiques, similares a los avestruces, que caminan al lado de la vía con espléndida elegancia, y obligan a estar doblemente atento. Es un aire tan limpio y penetrante como un cuchillo de plano contra la piel.
Y es un paisaje tan bello, tan insólitamente bello, tan espantosamente bello, que la perspectiva de quedar varado en la mitad de la nada es a la vez aterradora y tentadora. Dos horas antes de tomar la vía había caminado junto con mi esposa y mi hija por el parque Manuel León y había visto en su hábitat a la tercera colonia más grande de pingüinos del continente en el momento en que sus hijos rompían el cascarón, los machos empollaban los huevos y las hembras caminaban hacia un mar enfurecido a buscar alimento.
Había estado en medio de 3.000 pingüinos, cada uno con un sonido particular, llamando a la distancia y a todo volumen a su pareja para encontrarla. Había visto los huevos gigantescos y la piel aún esponjosa de los recién nacidos, y a un puma elegante y de pelaje ocre - mimetizado entre el terreno seco - a la espera de la caída de la noche para buscar su alimento. Había visto los leones marinos apostados en rocas y a colonias de cormoranes sobre islas que se volvían negras por su apiñamiento sobre ellas. Había visto águilas en vuelo y zorros grises husmeando entre los desechos de los escasos visitantes. Había visto tanto que el corazón seguía estremecido. En la región más transparente la naturaleza estaba por doquier. En ese aire puro los graznidos de los pingüinos dando la vida remecían la fibra más dura. Qué importaba la gasolina.
El viaje no inició ahí, sino en realidad más al sur: en Ushuaia, la última ciudad del continente antes de saltar a la Antártida, un puerto en el que los letreros anuncian a diestra y siniestra con helado orgullo que uno ha llegado al fin del mundo, y que realmente sí lo parece.
Helado, porque aunque en verano la claridad del día arranca a las cuatro de la mañana y se prolonga hasta las once de la noche, los vientos provenientes del sur arremeten contra sus habitantes incluso en los días cálidos. Lo compruebo en el glaciar Martial –una de las últimas montañas de los Andes antes de que la cordillera se hunda en el mar– cuando una nevada nos sorprende con violencia e intensidad bajo un sol espléndido de mediodía en pleno diciembre, supuestamente época de verano. Desde allí se ve Ushuaia mejor que nunca: rodeada de montañas incluso frente a su puerto, Chile por un lado y Argentina por el otro, sol a nuestros pies y nieve a 1.500 metros de altura, hielo a nuestras espaldas y mar en el horizonte.
Es el fin de mundo: allí el sol sale más temprano y se oculta más tarde; las noches despejadas son un espectáculo de estrellas que roban el aliento; en ese paraje de naturaleza terca y bella los regidores de la Tierra de Fuego construyeron un presidio para condenar al olvido a los criminales, y ocurre un hecho mágico que solo el conocimiento permite entender: en ese punto los océanos Pacífico y Atlántico se unen naturalmente, y ese flujo de plancton y de peces, de corrientes oscuras y claras, de témpanos, ballenas y elefantes marinos bajo las aguas oscuras encuentra conexión entre dos mundos en apariencia irreconciliables, y se convierte en un hervidero de alimento y diversidad.
Por allí también cruzó Charles Darwin en su intento por descifrar su teoría de la evolución, y en ese lugar se encontró con los más extremos de todos los indígenas conocidos: los yámanas, unos gigantes capaces de resistir el frío y de sumergirse en el mar para recolectar conchas, a pesar de vivir prácticamente desnudos. La teoría de la evolución también demostró ser la de la destrucción cuando los hombres blancos llevaron al exterminio a este pueblo en menos de cincuenta años del siglo pasado. También, entonces, Ushuaia tiene su historia de vileza y de dolor.
En esa ciudad había empezado el viaje: en el final del mundo, a bordo de un catamarán que nos acercó a la isla de los lobos marinos para escuchar, a menos de dos metros, el sonido de corneta de las hembras y ver de frente los harems de los gigantescos machos tirados contra las rocas. Había empezado en la última construcción humana antes de los 1.000 kilómetros de mar que separan al continente de la Antártida: el faro Les Eclaireaus, uno de esos pintorescos faros de película, pintado de blanco y rojo, en la mitad de un atolón, que quiso orientar en las noches de invierno a los marinos que no sabían cómo sortear aquella tierra de montañas que se hunden y de islas y recovecos que despiden el continente.
El fin del mundo esconde zorros, castores yvientos helados, casas pintorescas y hoteles de gente amable que decidió irse a vivir donde pocos más lo harían. Sus habitantes sonríen y no tienen prisa. Sus alrededores esconden picos y parques naturales, ríos caudalosos y lagos, como uno bellísimo cuyo nombre lo dice todo: Escondido. Sus niños corren por las calles siempre con abrigos puestos y se han acostumbrado al frío, y cuando tienen tiempo, van a un cine redondo y forrado en aluminio del tamaño de un hangar, ven partir a los aviones rumbo a Buenos Aires o se sientan a comer un helado de dulce de leche. Los imitamos, antes de partir.
El Calafate es uno de esos pueblos que nacen alrededor de un parque natural. En realidad, no es un pueblo bello, ni pintoresco. Nada pasa en el pueblo, salvo por algunos flamencos que permanecen en las orillas del gran lago Argentino, el más grande del país, y por los témpanos gigantescos que se desprenden de los glaciares y cruzan como lentos buques por las aguas de un brillo azul irreal y casi fluorescente. Que nada pasa es un decir: pasan miles, millones de turistas al año rumbo al glaciar más imponente del mundo, el Perito Moreno, ubicado a 52 kilómetros de allí. y la verdad, el glaciar lo justifica todo.
Es tan grande, tan impresionante, tan abrumador, que los adjetivos se quedan cortos. y es tan hermoso que es posible ver a izquierda y derecha gente que llora al encontrarse con esa mole de hielo en movimiento, gente que se dobla de rodillas ante el poder de la naturaleza, y gentes de
todas las nacionalidades, desde la infancia hasta los 90 años que caminan con trajes deportivos por las perfectas escaleras en metal de más de dos kilómetros para tratar de ver el momento en que se desprende un trozo de hielo y el mundo se llena de un sonido más ensordecedor que el de un trueno en la puerta de la propia casa. Cuando a uno le dicen “el más grande”, no imagina el tamaño. No hay manera de dimensionarlo. Pero vale la pena intentarlo: un barco de dos pisos se ve como se vería una hormiga ante un muro de dos metros de altura.
El plan es ese: ver las aguas del azul irreal, las plantas de calafate y el hielo blanco hasta que de pronto se quiebre y uno quede expuesto al tronar y al crujido de la naturaleza, y se dé cuenta de las barbaridades que puede destruir el ser humano con su manera de hacerse el de la vista gorda con el cambio climático. Se puede hacer más: caminar por los hielos o tomar un bote. Pero no es necesario. Son planes menores. Lo realmente impresionante es ver los témpanos, ver el hielo, ver el glaciar, ver el asombro, experimentarlo, derramar una lágrima, entender la justa dimensión
del hombre en el mundo, apenas una especie más entre las tantas, y volver al pueblo feíto de El Calafate con la seguridad de que uno, ante semejante naturaleza, vuelve a ser esa cosa tan errática y olvidada llamada ser humano.
Lo mismo ocurre en el pueblo más bello de todos, ese sí realmente bello, en el que todo parece una postal: Bariloche, y sus alrededores, como San Martín de los Andes o Villa La Angostura. Es el que más conoce todo el mundo porque allí se hace el cruce de los siete lagos que conectan a Argentina con Chile, porque en su lago Nahuel Huapi es posible alimentar a las gaviotas en pleno vuelo mientras estas persiguen a los barcos, porque también allí los vientos elevan el nivel de las aguas a los de un mar tempestuoso, porque en su cerro Catedral en invierno los centros de esquí se abarrotan, porque sus chocolates son espléndidos, porque sus casas de madera son también hoteles plácidos, porque hay paisajes descrestantes en cualquier parte, ya sea que uno se suba a una aerosilla al cerro Campanario o visite la frontera con Chile en el cerro Tronador.
Es el lugar para las fotos perfectas, una versión de Suiza con la desmesura de América Latina y la exageración de todas las formas que permite nuestro continente. Es el inicio del sur. y qué inicio.
De allí a Río Gallegos hay 1.663 kilómetros y vías donde nada pasa y por momentos uno se siente el único habitante del mundo. y donde vuelve a sentir, como en El Calafate, que en realidad el ser humano es poca cosa.
Ese volver a las justas proporciones y la intensidad del paisaje que se aclara y se vuelve transparente solo lo interrumpe, a 30 kilómetros de Río Gallegos - una ciudad industrial sin mayor atractivo - el anuncio de que el vehículo está usando la gasolina de reserva. Cuando ya todo está en rojo, aparece por fin la bomba de gasolina. Como hay huelga, tardamos dos horas haciendo fila y empujando el carro hasta por fin acceder al turno y llenar el tanque. Son las once de la noche y aún debemos cerrar el círculo del viaje y llegar a El Calafate para emprender el vuelo de regreso. Para eso, faltan 300 kilómetros.
Pero no hay nubes. El aire es transparente. y las estrellas parecen haber salido todas a iluminar la bóveda nocturna. Cruzar así, en medio de la aparente nada, sin vehículos, bajo un cielo tachonado por el palpitar de soles que dejaron de existir hace millones de años, y sobre un suelo que vio pasar los dinosaurios y aún hoy parece de otro mundo, es emocionante y reconfortante. Es como si la noche fuera una fiesta en silencio y uno celebrara estar vivo. Eso es: estar vivo. Sentirse vivo. Vivir, sencillamente, la vida.
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